Al salir de la fábrica, se sintió orgulloso de la tarea para la cual estaba convocado. Sus antepasados sirvieron en un principio como una especie de cama de día, hasta que, en 1890, madame Benvenisti decidió regalar uno de ellos, de linaje victoriano, al doctor Freud, y la historia cambió.
El ejemplar que hoy nos ocupa estaba determinado a hacer de su vida algo memorable. No pasaría por este mundo como un simple mueble: sus hazañas, serían épicas, se lo recordaría como al gran Diván el Terrible.
Su transitar no se detuvo en ninguna sala de exhibición, ahorrándose la humillación de soportar a pilotos de prueba maniobrando sus posaderas, con repetidos brincos sobre el moblaje. La factura que lo acreditaba como menaje indicaba que su elaboración, era bajo pedido especial.
Una vez instalado en el consultorio de uno de los mejores médicos psiquiatras del país, se convenció de que, en ese lugar de privilegio, su utilidad sería potenciada. El diván es herramienta inseparable del psiquiatra y del psicólogo. Formar parte del equipo hinchaba su orgullo.
Sus fuertes patas, su mullido relleno y su suave tela en sobrios colores, invitarían a los pacientes a sentirse en confianza, a abandonarse. A soltar sus perjuicios y, bajo la experimentada guía del doctor, a dejar salir a jugar a su niño interior.
La relación de los pacientes con el diván era seductora. Se propiciaba un ambiente íntimo. Un encantamiento se apoderaba de ellos al recostarse. Se sentían libres de explorar sus más recónditos pensamientos. Dando al doctor materia prima de calidad para su trabajo.
En sus años de servicio, el diván conoció todo tipo de desarreglos conductuales, problemas emocionales y patologías propias de la salud mental. Su amplia experiencia lo llevó a adivinar, con antelación, el dictamen que el doctor plantearía para cada problema. Se jactaba de conocer los fármacos que debían ser administrados y las medicaciones apropiadas.
En las largas jornadas psíquicas, fue víctima de abusos de diversa índole: puñetazos de rabia contenida, humedades lacrimosas y secreciones verdosas, objeto de estudio de la otorrinolaringología. Y, en sus recónditas partes internas, depósitos de goma de mascar pétrea e insípida.
Un mal día, una de sus patas, que había soportado, incólume, innumerables pataletas y berrinches, no pudo más, y ante la acometida de una señora de generosas proporciones, sucumbió.
Se hizo necesaria la presencia del carpintero para reparar la afrenta. Durante la revisión, el ebanista encontró varias fallas estructurales. El diván tuvo que ser trasladado a la sección de terapia intensiva de la carpintería. El pronóstico era reservado: era necesaria su permanencia ahí, durante al menos una semana.
Cosas extrañas sucedieron en el consultorio durante la ausencia del diván. A falta de él, el doctor se valió de un sillón, de no mal ver, para alojar a los pacientes.
Se negaron a hablar. Ninguno quiso explorar sus íntimas emociones, su pasado quedó guardado y sus introspecciones pausadas. Por más esfuerzos de indagación que el doctor empleaba, los pacientes se negaban a cooperar. El diálogo, antes fluido, devino en monólogo. El vínculo entre doctor y paciente parecía romperse. La relación entre los cuadros mentales y las experiencias traumáticas de la niñez, se negaban a manifestarse.
Argumentaban los pacientes no sentirse confiados. El sillón sustituto, aunque confortable, era un intruso. Nadie quiso desnudar sus intimidades ante él. Las historias de sus padres, los golpes y chanclazosrecibidos, el abuso escolar, no eran cosas que cualquiera estaría calificado para escuchar. El doctor llegó a temer por la deserción de sus pacientes. La compostura que el carpintero prometió sería de una semana. Como todo buen carpintero, clavó su especialidad y la convirtió en dos y casi tres.
El diván volvió al consultorio y con él, la confianza de los afectados. Al saberse indispensable, nuevas condiciones de trabajo fueron pactadas. El doctor no tuvo más remedio que transigir, ante las taxativas demandas laborales del diván. A saber:
De no contar con el apoyo de varias almohadas, no habría confort para el paciente, y, por tanto, ninguna emoción reprimida sería descubierta. De no considerar una charola para depositar el vaso de agua, los tragos amargos serían sufridos a secas. No toleraría más derrames. El botecito de basura tendría que permanecer al alcance de la mala puntería de los pacientes. Plañideros con sus pañuelos desechables, hechos bolita bajo sus patas, no serían soportados.
Se negó a ser tratado como a un objeto decorativo. No era sillón, ni perchero, ni archivero. Era diván y era terrible. Hasta en el mobiliario, hay niveles.
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