El local era pequeño y las restricciones sanitarias permitían solo dos clientes dentro. Entre anaqueles con medicamentos, jaulas habitadas por cachorros de perro, de gato, y por penetrantes fragancias, el médico veterinario, atendía a su fauna de clientes.
Después de mucho pensar, decidió sumarse a la novedad y ofrecer también, en colaboración con sus hijas, el servicio de estética. Su orgullo zootécnico le había impedido aceptar esa, a decir de él, frívola labor. Más lo olvidó; cuando el tempo, de su caja registradora, cambió de: Andante, a: Allegro ma non troppo vivace.
Con esa misma alegría y rapidez, sus hijas despachaban a los clientes cuadrúpedos: dejándoles aromáticos y lustrosos.
Esa mañana, había un cliente bípedo que, como todos los de la fila, portaba el consabido y obligatorio: cubreboca. Exhibía tarjeta de crédito desenvainada, para pagar el bulto de alimento para perros, que ya escaseaba en su domicilio. Delante de él, una señora transportaba en su regazo, a un hermoso perrito, de la raza: Schnauzer.
El tarjetahabiente, determinó a ojo de buen cubero, que el valor del animalito superaría los 20 mil pesos. Característica principal de esta raza es su larga barba. La labor necesaria para mantenerla acicalada, es considerable.
La señora daba instrucciones precisas: Le cortan por acá, le peinan por allá, le rebajan más acá, y un largo etcétera de recomendaciones. El flamante propietario del bulto de croquetas, no perdía detalle de los diez mandamientos, de los que las chicas estilistas, hacían profesión de fe.
Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar. Recordó.
Su barba, guardaba características muy similares a la del perro, por lo que tomó nota puntual del procedimiento, para aplicarlo más tarde, en su persona.
“¡Bendito cubreboca!” exclamó para sus adentros.
“Gracias a ti, estas damas, no conocieron el deplorable estado que guarda mi barba”. Abandonó el local y desechó la idea de solicitar para sí, el servicio de estética.
Gran compañero resultó ser el cubreboca. Formado en otra fila, esta vez la del banco, alcanzó a ver a ese vecino fanfarrón, al que todo el mundo esquiva. Estaba acorralado. El fastidioso personaje, avanzaba directo hacia él. Disimuló, en un desesperado intento por evadirlo. Desvió la mirada al suelo, fingió estar concentrado en el teléfono, aguantó la respiración y apretó los dientes. A escasos centímetros: el insufrible vecino; pasó de largo.
“¡Bendito cubreboca!” suspiró aliviado. “¡No me reconoció!”
Fue tal la fuerza con la que apretó la quijada, que su endeble colmillo envió aviso de falla. De un leve movimiento, pasó a un franco deterioro, para finalizar, con la caída del diente, justo frente a la guapa señorita cajera.
¡Bendito cubreboca! El diente, quedó alojado en la blanca tela tricapa.
Nadie advirtió el accidente. Era su día de suerte, no cabe duda. El consultorio odontológico se encontraba muy cerca de ahí. Repararon su sonrisa y su vanidad.
Dos cuadras antes de llegar a casa, descubrió a un vecino depositando sus bolsas de basura en la banqueta. “¡Pero qué barbaridad!” pensó. “El camión de la basura va a pasar hasta mañana. Los perros callejeros, van a hacer un desastre”
Haciendo alarde de civilidad y buena vecindad, bajó la ventanilla del auto y previó a su conciudadano, del error y sus consecuencias.
— ¿Y a ti que te importa? fue la respuesta, carente de toda diplomacia.
Contar hasta diez, fue una asignatura que quedó pendiente, la réplica se dio en la misma proporción, pero en sentido contrario:
— ¡Puerco! Los perros van a hacer un reguero por tu culpa.
Maldiciones e injurias, viajaron pendencieras de un lado a otro de la calle.
— ¡Maldito aspiracionista! escupió el vecino, en un exceso verbal.
Antes de llegar a los golpes, doña Prudencia, vecina de al lado, intervino. Los convenció de bajar el tono de sus agravios y de continuar por su camino.
“¡Bendito cubreboca!” dijo entre carcajadas. “Este animal no me reconoció. Cuando llegue la patrulla, el pobre idiota, no sabrá ni quién se la mandó”.
“Muy pronto, no se usará más el cubrebocas”. Escuchó escéptico en el noticiario. No pudo evitar sentir un poco de nostalgia. “Con lo buenos amigos que ya éramos: Me ocultaste más de una vez, pero sobre todo, salvaste mi vida de los ataques del virus.”
“¡Bendito cubreboca! Mi reconocimiento para tu inventor”.
“Los que estarán felices por despedirse de ti, deben ser los médicos, los empleados de atención al público, y en fin, los que debían usarte a toda hora por obligación”.
“Mi abrazo agradecido para todos ellos”.
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