Las veintidós ruedas del camión, sustentaban dos pesados remolques. Transitando a ciento veinte kilómetros por hora, rompían la resistencia que el aire oponía al pequeño automóvil que circulaba detrás. Dentro del espacio habitable del compacto, padre e hijo viajaban en animada charla, bajo el cielo espléndido del atardecer. Circulaban en el carril central de una autopista de tres. El camino era recto, la visibilidad extensa, el tráfico: cargado.
El padre, atento al volante y al espejo retrovisor, esperó con prudencia su turno para rebasar. Pisó el acelerador para incorporarse al carril de alta velocidad. La sombra del enorme camión los acompañó en el avance. Al completar la maniobra, vieron delante, las luces rojas de los vehículos que comenzaban a frenar. Distinguieron una figura que atravesaba la autopista. Por un momento, pensaron que se trataba de un perro de tamaño enorme, de un gran danés.
Los autos, haciendo maniobras apuradas, lo esquivaban. Entre la escena de peligro y ellos, había un espacio de casi cien metros, suficiente para que el auto, el camión a su lado, y un auto patrulla, con rótulos de vigilancia privada, en el carril de la extrema derecha, aminoraran la velocidad.
Accionaron sus luces intermitentes, se acercaron al animal. Resultó ser un potrillo asustado, corriendo de un lado a otro de la autopista. El sonido escandaloso del claxon del camión, no fue de gran ayuda para calmar los nervios alterados. Ni los del potro, ni los de quienes atestiguaban la peligrosa escena.
—¿Qué se hace en este caso? —preguntó el muchacho, sabedor de que el padre en su juventud, conoció las suertes de la charrería.
—Cuando estemos cerca: lo pescas del lazo.
El potro intentó saltar la barrera que delimitaba la autopista. Fracasó en el intento, la golpeó con el pecho, perdió el equilibrio, casi cayó. Al recomponer su loca carrera, llegó al otro extremo con similares resultados.
El pequeño auto adelantó a todos. Atrapó la atención por su encendido color rojo y porque a una velocidad de entre veinte y treinta kilómetros por hora, empató su carrera a la del potro, permitiendo al muchacho sacar el cuerpo por la ventanilla, en su intento por sujetar al animal.
El camión y los autos a sus costados, circulando lentos, pero sin detener la marcha, sirvieron de barrera para que el tráfico tras de ellos, no dificultara la operación.
Tras un primer esfuerzo fallido, el apremiado jinete logró asir al prófugo. El padre detuvo entonces el auto a la orilla. Asustado, el caballito trató de liberarse. Su altura era la misma que la del auto y su fuerza, contra la del improvisado vaquero: superior.
Por fortuna, el dueño del animal llegó para ayudar. Venía a toda carrera sobre los lomos de la madre del fugitivo, ambos con los ojos muy grandes, indicio de un importante asombro. Con el mismo afán, se acercó la cuadrilla de trabajadores que reparaba la carretera.
Después de la descarga de adrenalina, el resto fueron suspiros de alivio, sonrisas. Dedos levantados en señal de misión cumplida, manos todavía sudorosas y cláxones, saludaban a los rescatistas.
La satisfacción por haber salvado la vida del potrito, y a la vez, la de algún conductor despistado, fue enorme. No conseguían borrar la sonrisa de sus caras. La desbordante emoción de la aventura concluyó al mismo tiempo que el viaje.
Al llegar a su destino, un remordimiento comenzó a incomodar al padre. Siempre que experimentaba una gran alegría, un irracional sentimiento lo atacaba. En ocasiones, no se sentía merecedor y en otras: temía que el péndulo de la justicia cobrase su cuota, proporcionando una sensación igual de grande, pero en sentido contrario. Procuraba, entonces, moderarse.
Sabía de lo anormal de su reacción. Lo atribuyó por mucho tiempo a la educación recibida en su niñez. Padres y maestros contenían, en forma inmediata, cualquier exceso de algarabía. Decidió que era momento de asistir a la consulta psicológica.
En busca de respuestas, como internauta de las nubes electrónicas sabelotodo, confirmó sus sospechas:
La palabra «querofobia» está formada con raíces griegas y significa «odio hacia la alegría de los demás». Sus componentes léxicos son: khairein (estar alegre) y phobos (miedo, odio), más el sufijo -ia (cualidad).
Las personas que tienen una aversión irracional a ser felices sufren de algo llamado querofobia. Viene de la palabra griega «chairo«. Básicamente significa que tienen miedo de participar en algo alegre o divertido.
—¿Chairo yo? ¡Jamás!
La democracia triunfó en las últimas elecciones. Salvamos el precipicio. Y esa alegría, ni la querofobia, ni nadie, me la quita.
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