En el minucioso proceso de embellecimiento, indispensable para no lucir tan “pior” en su salida a cenar, ella se hacía esperar hasta una hora, antes de hacer su entrada triunfal en la sala.
Al impaciente novio en espera, el amor le daba la fuerza para permanecer sentado en la sala, como un bulto. Eran ya tantas las ocasiones representando ese tonto papel, que conocía de memoria cada rincón del lugar, cada adorno, cada pincelada en los cuadros de la pared. Incluso perdió el miedo a los ojos de la abuela, que lo observaban vigilantes desde su retrato.
Esas observaciones frecuentes del entorno, le permitieron hacer un descubrimiento que hubiese sido imposible de advertir, hasta para el analista más acucioso. Encima de la mesa de centro, volando incansable, surcaba el espacio una mosca, que no era la clásica mosca doméstica, ni la mosca panteonera, ni la tornasolada. Era más bien parecida a las que vuelan sobre la fruta, aunque un poco más grande. Su vuelo obedecía a un interesante patrón: no volaba en círculos, como es la costumbre de estos insectos, sino que, en un ir y venir entre las paredes de un imaginario cubo, chocaba con ellas de izquierda a derecha, de arriba a abajo y viceversa. En una travesía prolongada, repetitiva, hipnótica, la mosca en su laberinto dibujaba lo que él comenzó a considerar como un secreto código de comunicación.
En uno de esos domingos familiares, lo comentó en la sobremesa. Las miradas, incrédulas, se dirigían alternativamente entre el supuesto espacio de la mosca y la cara del frustrado controlador aéreo, espacio en el que, para su bochorno, en ese preciso momento, a la mosca no le dio la gana sobrevolar.
Por meses, él insistió en que la aparición de la mosca del cubo no era de su invención; pero, para su mala suerte, el extraño bicho solo aparecía ante su solitaria presencia. A pesar de las burlas, insistía en su relación, que ya era de amistad, con la mosca.
Ingresó a la familia, una vez firmada el acta de matrimonio en tres fojas útiles, a solicitud del juez del registro civil, que en esa ocasión leyó la caduca epístola de Melchor Ocampo, mientras que espantaba a una mosca que lo molestaba solo a él y que el novio no advirtió, por estar ocupado en controlar su temblor de piernas.
En los días en que sus lunas fueron de miel, machacó en sus encuentros con la mosca. Algunos parientes comenzaban a considerar que su salud mental presentaba signos de franco desarreglo. Su suegra, intentando salvarle de su obstinado disparate, tuvo a bien regalarle una frase que le convenció de guardar prudente silencio por años: “Si quieres del mundo gozar, has de ver, oír y callar”.
La mosca siguió acompañándole en su vida matrimonial. Sus geométricas evoluciones le inspiraban pensamientos mágicos. Convencido de que el insecto enviaba señales de otras dimensiones, se preguntaba: ¿Acaso se trataba de la misma mosca avistada en su juventud, inmortal por tanto?
Se enteró de que la vida promedio de los dípteros, es de entre quince y treinta días. Según sus cálculos matemáticos, la tataranieta que hoy hacía evoluciones ante sus ojos pertenecía a la generación número trescientos sesenta de la primera que voló ante él, treinta años antes. ¿En su información genética, las hijas moscas heredarán esa característica de vuelo?
Varias teorías contendieron en su cerebro: al localizarse una zona arqueológica, muy cerca del lugar en donde los abuelos edificaron la casa, llegó a pensar que había un centro ceremonial, que emitía señales magnéticas que solo las moscas podían captar. Dedujo también que el espíritu de algún antepasado, enviaba señales del más allá. ¿Habría algún tesoro escondido bajo la sala? No descartó la idea de que, viajando a través del universo, un meteorito caído en la Tierra, transportó los huevecillos de moscas espaciales. Con preocupación, se preguntó una y otra vez: ¿Por qué sólo ante él se presentaba? ¿Qué extraño mensaje de otras dimensiones trataba de comunicarle?
Treinta y cinco años después, en reunión familiar, uno de los pretendientes de las nuevas generaciones de sobrinas, preguntó a todos:
—¿Ya vieron a la mosca que vuela raro arriba de la mesa de centro?
Todos miraron a la mosca, que apareció por fin. Los jóvenes, con curiosidad, y los viejos, amoscados, reconocieron al que años antes expuso esa teoría y que esa tarde, satisfecho y con una sonrisa enigmática, celebró la observación del nuevo aspirante a yerno y perdonó, magnánimo, los añejos desagravios.
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