domingo, diciembre 22, 2024

Mixiotes sin ala – Rodolfo Lira Montalbán

Cuatro hermanas y una madre, constituidas como Real Academia Mexicana del Mixiote, sesionaban esa mañana en la cocina. El lugar era del tamaño justo para sus prominentes caderas. Al menos tres debían moverse, cuando la que estaba situada al fondo tenía la necesidad de salir al baño. 

          Los chismes en propagación no les impedían permanecer atentas, al doblar delgadas hojas de mixiote, piel de maguey pulquero, que daban nombre al platillo que preparaban y con las que formaban originales bolsitas. Envolvían en ellas el adobo, en donde los protagonistas eran el chile ancho y el guajillo.  Incorporaban: pechugas, piernas, muslos y alas de pollo. Las rodeaban, por último, con un coqueto lazo de hilo de algodón. Los resultados de esta minuciosa labor culinaria eran: embolsar un platillo exquisito, impregnar la casa de un irresistible aroma y atraer a comensales y gorrones. 

     Por la mente de las cocineras rondaba insistente una pregunta, no exenta de preocupación:

—¿A quién le tocará el ala?

     La cocina, territorio gastronómico en donde tenían sentados sus reales y posaderas, por años fue testigo de esta callada aflicción. El ala es una parte del pollo de pobre o nulo contenido cárnico, todas lo sabían, pero, por una arraigada tradición incuestionable, las alas debían aparecer en el reparto. Sin confesarlo, elevaron una plegaria para que la bolsita incógnita no le tocara en suerte al invitado principal.

     Al siguiente día, que era domingo, los convidados a comer eran el proveedor más importante del negocio y su apreciable esposa. De mantener esa buena relación, dependía en gran porcentaje el negocio familiar. El lucimiento debía ser memorable, a la altura de su bien ganada fama gastronómica, allende las fronteras del vecindario. 

     La mañana del gran acontecimiento, la enorme vaporera ya despedía hipnóticas emanaciones y la moneda que previamente se depositó al fondo, brincaba al anunciar que el agua estaba a punto de ebullición. El cuñado de más reciente ingreso a la familia, atraído por el aroma y sin conocer los pormenores de la tradición masculina, en cuanto a permanecer a prudente distancia de la cocina, quiso hacer patente su condición de caballero. Con el fin de saludar a las cocineras, introdujo su ingenua humanidad a sus dominios.

     Percibió un inusual silencio, que llamó su atención. Su flamante esposa, con la discreción que el tema merecía, lo puso al tanto de la situación. Él, en un intento por congraciarse con la división de mando en la familia, rompió el mutismo, con una docta opinión que nadie pidió:

 — ¡Oigan! ¿Y no sería mejor, que no les pusieran el ala a las bolsitas? 

    Caras de estupor, oferta de interjecciones. Sin saberlo, con su imprudente comentario, acababa de cuestionar una tradición ancestral. Nunca, en generaciones, a nadie se le había ocurrido mancillar este ritual resguardado con celo.

     Con los mordaces comentarios vertidos en su contra, el umbral del dolor del gentilhombre fue puesto a prueba. La mitad de ellas le doblaban la edad. Se sentían con autoridad para lanzarse en contra de aquel hombrecillo, con una andanada de filosa censura. 

     El rubor de sus mejillas y el sudor inocultable de su frente, provocaron la compasión de las más jóvenes. Los bandos se enfrascaron en una acalorada discusión. El ala moderada, optaba por la inclusión del ala. El ala liberal, por su supresión.

     Sentada con majestad a la cabecera de la mesa, la abuela, ignorándolas, elevó su mirada al techo lleno de cochambre y de recuerdos: el gancho que colgaba de ahí, fue instalado por su abuelo. El artilugio, conocido como “el garabato”, se utilizaba para colgar los pollos que estaban listos para la cazuela, con el fin de que, en las alturas, los gatos no los robaran.  

La abuela carraspeó, señal inequívoca de que solicitaba silencio para emitir un juicio definitivo. Las miradas se concentraron en ella. Única autoridad capaz de dar una respuesta contundente. 

     Copiando la forma del gancho, garabateó un signo de interrogación en el aire y declaró:

—¡Cierto! ¿Y si mejor, no la ponemos?

     Su comentario causó revuelo. Con expresión de alivio confesó que, por años, ella se había hecho la misma pregunta. Le parecía absurdo incluir las alas, pero jamás se atrevió a contrariar las órdenes de su madre.

     El minino que vigilaba desde el balcón el ala de la discordia, se animó a acercarse a la mesa. Hurtó la pieza en silencio y huyó sin ser descubierto. Ayudado por la confusión y por el hecho de que, en ese momento, se le ponía más ojo al garabato que al gato.

www.paranohaerteeltextolargo.com

Twitter:  @LiraMontalban

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