Sin reparar en gastos, salieron con rumbo a la Ciudad Luz, el intrépido Nahúm y su hijo, José Luis. Tito no se explica cómo este par de aventureros mexicanos llegaron hasta allá, sin conocer ni pío de la lengua de Quasimodo, y mucho menos, cómo fue que encontraron el domicilio de la familia chilena en el exilio francés.
El caso es que, para entrar al departamento, donde no había nadie a su llegada, decidieron colarse por la ventana del baño, que era de la talla de José Luis. A la llegada de la familia, la sorpresa sacó a todos del abatimiento. Vieron en la sala maletas conteniendo tesoros mexicanos ancestrales: mole, chipotles, mixiotes, tenangos y papel amate de Pahuatlán.
Después del intercambio de abrazos y frases de júbilo, “El Pájaro” Nahúm y “El Virote” José Luis escucharon, atónitos, la narración de Tito, quien les describió las peripecias necesarias para su salida rumbo al exilio.
En París, colindante con el paraíso, Tito gravitaba en su tristeza. En un intento por regresarlo a la órbita terrestre, le convencieron de asistir a una fiesta, para lo cual consiguieron un blanquísimo traje. Su sonrisa y el atuendo fueron muy celebrados por mexicanos y chilenos.
Ante la sorpresa de todos, el travieso José Luis vertía tinta azul sobre la prenda. Nahúm reclamaba colérico. Era inexplicable cómo ese terno, como lo llamaba Tito, salvoconducto a la supervivencia, era salpicado de manera tan ruin.
José Luis escapaba, ante el incrédulo horror de la familia, de la furiosa mano de su padre, que se orientaba hacia su cabeza. En su huida, señalaba desesperado al traje, que, en medio del aplauso popular, apareció nuevamente pulcro. Las carcajadas disolvieron el conflicto, aquella broma rescató el optimismo perdido. Nahúm, más repuesto, ordenó comprar de inmediato otra dotación de la tinta mágica para llevarla a México.
Tito recuperó el contacto con la alegría y con sus amigos artistas. Como director del Instituto Cultural Latinoamericano, paseó sus trabajos por Europa y envió, como intercambio, exposiciones de artistas europeos.
En el plebiscito de 1988, el “No”, saludó el retorno de la democracia a Chile. Lasfamilias estaban incompletas. Las que pudieron rehacerse, desprovistas ya de miedos, habitan hoy un país próspero y educado. La complicidad de Tito, sus hermanos y su lucha, aportaron hijos libres, algunos con sabor mexicano: Panchita, Xóchitl, Titito.
Como emisario de Pablo Neruda, el poeta chileno, su Pablo, nuestro Pablo, Tito ha reunido una muestra itinerante de fotografías, libros y su afamada colección de antigüedades y mascarones de proa, algunos, restos de naufragios en su arribo a puerto, a Isla Negra, su lugar de inspiración.
Cada año, “El Tito” viene a repartir abrazos, a preparar las delicias de la cocina, de México, de Chile, de dulce y de manteca, a humedecer canciones rancheras con lágrimas, tequilazo, vinos chilenos y un buen pisco sour.
Los añejos ahuehuetes, testigos del trote de sus futbolistas: “El Pájaro” y “El Chileno”, presenciaron el emocionado homenaje donde Tito reunió a los amigos en torno a la ya casi extinta llama de Nahúm. Anciano ya, pero atleta del alma, capaz de repartir sonrisas, sin quejarse de dolores, cada vez más severos.
La credencial de Nahúm como socio fundador del “Club del Pájaro Caído”, se guardó, al fin, en el archivo de los miembros fallecidos.
Se manifiesta en el petirrojo que, cada vez que nos preguntamos por él, viene a visitarnos a la terraza, y nos anuncia que está muy bien.
Por Air France o por Lan Chile, Tito también llega volando para avivar el recuerdo. Nos llama hermanos, se lleva: la puesta de sol de Acapulco, los mariachis de Garibaldi, los colores de México. Nos deja: un zapato olvidado, una revista de Condorito, la luna diurna en sus poemas, cuadros, la promesa de vernos el próximo año y la invitación a conocer sus casas, la de París y la de Quilpué, pintadas con el azul colonial que solo consigue en México.
Nahúm, quien para efectos legales fue mi suegro, y para los fraternales, mi amigo, estará ahí, en el recuerdo de los chistes y anécdotas, que, repetidas una y otra vez en las reuniones familiares, vuelven a hacernos reír, y si son malas, motivan un sonoro reclamo chileno:
¡Fome!
Tito, su familia y amigos, han dejado huella indeleble, más efectiva que una tinta para hacer bromas, que fue volátil, como el estigma de la dictadura, que quiso ensuciar la alegría.
No hemos perdido la fe en el sueño que dio nombre al grupo de WhatsApp dominado por las tías: “Algún día iremos a París”.