El dolor es parte inevitable de nuestras vidas, pero es muy distinto ser seres dolientes a ser seres sufrientes. Podemos elegir padecer el sufrimiento o gobernarlo. Así nos lo dice la psiquiatra Lola Morón y nos invita a ser creativos con el dolor. Tal vez no tanto como lo fueron Frida Kahlo, Rembrandt o Tchaikovsky, quienes crearon arte a partir, desde, o con todo y su dolor. A falta de creatividad, por lo pronto, no tramitaré la credencial de víctima, para no molestar al prójimo con mis dolores, que por cierto, son solo míos. Tengo dolores que requieren creatividad compartida, estos se encuentran dentro del extenso catálogo de dolores que sufre la humanidad, a la que pertenezco y de los que por lo tanto, me conduelo. Me duelen las necesidades de los indefensos y sobre todo de los niños, me duelen su frio y sus enfermedades. Me duelen la ignorancia y el consumismo que nos enajena. Me duelen la política, la guerra, la ambición y la estupidez, que nos han heredado palabras que me duelen, como: Hiroshima, Auschwitz, Ayotzinapa.
Se dice que gracias al dolor nos fortalecemos, que somos como espadas que ante el fuego y los golpes del martillo contra el yunque, alcanzamos la dureza y el filo necesarios para la batalla. Yo francamente, preferiría exentar esa materia. Estoy consciente y acepto mi culpa, sé que mis dolores vistos desde la perspectiva de las personas que verdaderamente sufren, son francamente ridículos, pero inevitablemente, me duelen. He sufrido de aquellos producidos por; la tendinitis, la fascitis, la gastritis, la otitis y otras itis. Hay otros dolores que se me intensifican con el recuerdo. Todavía me duelen los dolores de mis grandes pérdidas, de las muertes inmerecidas, de mis fracasos. Paradójicamente, tengo dolores a los que busco o que me gustaría padecer, como los dolores de mis hijos, de los que pido a Dios que, de ser posible, me sean transferidos.
Tomando en cuenta que soy del tipo chillón y hasta el frío me duele, padezco varios dolores, ¡ah! pero eso sí, los soporto estoico y no me quejo hasta que es inminente. Algún médico me lo advirtió: “Tienes el umbral del dolor muy alto, cuando te duela algo, no esperes y cuéntaselo a quien más confianza le tengas”.
De entre los dolores que puedo narrar en esta dolorosa ocasión, encontré en mi catálogo, en la letra M, el dolor de muelas. Y, en el apartado, “dolor de muelas con visita al dentista”, hallé un episodio reciente y de fresca memoria.
— ¿Pos que tanto te duele? — preguntó mi amada.
Al tener dificultad para hablar debido a la hinchazón declarada, intenté responder con mi mejor cara de perro pateado. Misma que, lamentablemente, no fue suficiente para ilustrar su duda médica.
— Bueno, a ver; del uno al diez, ¿cuánto te duele?
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Resulta que por alguna cuestión científica o de género, su dolorímetro y el mío no están debidamente sincronizados. La calibración del suyo sufrió importantes modificaciones después de dos partos naturales. No me quedará nunca claro el concepto, mi padre estableció en sus tratados de filosofía ranchera, que yo no moriría ni de parto, ni por cornada de burro.
¿Cómo puedo explicar cuánto me duele? Me viene a la cabeza una leyenda urbana respecto a la medición del dolor que el método científico no explica con tanta claridad: “Solo el que mete la mano a la olla, sabe lo caliente que está.» Aplicaré en lo posible el consejo de doña Lola y habré de plantarle cara al dolor, porque si hay vida hay dolor, y si no hay dolor no hay vida.